Bajo esta denominación
se abarca aquí la reflexión, a nivel radical y general, no sólo sobre el
sentido de la marcha de la historia, sino también sobre su quíddidad y su conocimiento.
Paulo Orosio (v.),
primera mitad del siglo V, es el primer español que consta reflexionó sobre
«la» historia, a la vez que investigaba y relataba hechos históricos.
Preocupado, como su maestro San Agustín, porque los paganos consideraban las
invasiones de los bárbaros y la ruina del imperio como un castigo divino por el
abandono de la religión politeísta tradicional, presentó, con el título
de Siete libros de historia
contra los paganos, una especie de «consolación por la historia»,
es decir, una visión de la historia «universal» entonces conocida, sub specie calamitatis, a fin de
que sus contemporáneos «se consolasen de los males presentes mediante el
recuerdo de los pretéritos» (Adv. Pág.,
V, 24).
La interpretación
cristiana de la historia pasa a ser un presupuesto indiscutido, y el tema de la
historia (ver Historiografía)
no vuelve a ser objeto de reflexión explícita hasta los siglos XVIII y XIX, en
que rebrota con otro cariz. Desde la Reconquista, España había estado empeñada
en empresas políticas estrechamente ligadas a la religión cristiana, hasta el
punto de haber sido llamada «pueblo de teólogos armados». Al encontrarse en el
siglo XVIII desplazada, en lo político, a un puesto secundario y atrasada en lo
económico y cultural, la misma convivencia nacional se convierte en radical
problema («el problema de España»), precisamente porque, también esa
convivencia es planteada en función de disyunciones de «cosmovisión». Era, por
eso, lógico –y así sucedió– que la cuestión del sentido de la historia
desbordase aquí de la esfera teórica en que venía planteada en otras naciones y
se complicase con la apasionada discusión, prospectiva y retrospectiva, a nivel
nacional. De entre los muchos autores que se ocuparon del tema de España,
algunos afrontaron, desde él, la cuestión general del sentido de la historia y
merecen, por ello, mención aquí.
Estadista acuciado
por el deseo de conocer la ruta que la historia seguía y la que debía seguir
por debajo del oleaje superficial de los acontecimientos políticos de una época
tan revuelta y crucial como la suya (Revolución de 1848), Juan Donoso Cortés
(v.) (1809-1853) vio el factor decisivo de la historia en lo religioso y
económico (Ensayo sobre el
catolicismo, el liberalismo y el socialismo, 1851). De acuerdo con
el tradicionalismo entonces vigente en Francia, establece una disyunción y pone
la gran cuestión de fondo del mundo moderno en la lucha entre la «civilización
filosófica» y la «civilización católica». Pesimista por convicción, y acaso
también por temperamento, cree que «el triunfo en el tiempo será
irremisiblemente de la civilización filosófica», que es, en definitiva, el
«paganismo socialista». Ello constituirá «el diluvio», «la gran catástrofe»,
vinculada con el dominio ruso sobre Europa que él anunció con estremecedor tono
jeremiaco. La explicación de tan pesimista profecía radica en un principio religioso
sobre la expiación del mal en la historia. El orden quebrantado por el pecado
no será restaurado sino mediante la pena, esa mensajera de Dios que alcanza a
todos con sus mensajes» (según dice el párrafo final del Ensayo).
Las relaciones
entre civilización y cristianismo en
el pasado las estudió por entonces el sacerdote catalán Jaime
Balmes (ver) (1810-1848),
en El protestantismo comparado
con el catolicismo en sus relaciones con la civilización europea (1842-44).
La doble tesis capital es que «antes del protestantismo, la civilización
europea se había desarrollado tanto como era posible» y que «los adelantos que
se han hecho después del protestantismo no se han hecho por él, sino a pesar de
él». Como piedra de toque para el cotejo, y en polémica y simultánea
dependencia de Guizot, hizo Balmes en el capítulo 20 de su obra una feliz
descripción de «la civilización europea», donde están apuntados –y
elogiosamente [580] enjuiciados– muchos de los rasgos del que más adelante
sería denominado «hombre fáustico».
Sin haber expuesto
ex profeso Marcelino Menéndez Pelayo (ver)
(1856-1912) una teoría sobre la marcha de la historia, dejó sembradas –para
servir de puntales a su labor de historiador– ciertas opiniones dignas de
mención. Muy en el ambiente de su época, piensa que la peculiaridad cultural de
cada colectividad se origina de un diferente «genio nacional», «genio del
pueblo», «espíritu de la raza». Lo que con ello está conforme es lo «castizo».
No parece deba interpretarse esta doctrina a lo racista, sino en el contexto
del Volksgeist de
Hegel, atenuado –más o menos lógicamente– por los principios cristianos de la
Providencia y el libre albedrío. En todo caso, la fidelidad a la tradición en
cuanto continuidad histórica de ese «genio nacional» constituye, en su opinión,
imprescindible requisito y eficaz garantía de vitalidad cultural (Epílogo
a Los Heterodoxos). A esta
doctrina han anudado los tradicionalistas conservadores los dos principios
básicos de su pensamiento: 1) Un pueblo sólo asimila lo que está en consonancia
con su tradición; lo a ella contrario resulta disolvente y, a la larga,
ineficaz y efímero (Ramiro de Maeztu, Manuel García Morente); 2) Frente a la
revolución no cabe la mera reacción, que se limita al restablecimiento de lo
antiguo, sino una «restauración» que supere sus defectos (Rafael Calvo Serer).
En sus escritos de juventud, Menéndez Pelayo –combinando la idea oriental de la
lucha entre la luz y las tinieblas con una circunstancia geográfica– opinaba
que los pueblos latinos defensores de la unidad imperial y católica eran los
portadores natos de la antorcha de la cultura, mientras que los nórdicos, con
sus «nieblas hiperbóreas» y su tendencia a la división, sólo habían
representado una amenaza o un retraso. Sin desdecirse nunca formalmente de esta
idea, cuando fue penetrando más en el conocimiento de la cultura alemana,
calificó aquella su inicial antipatía de «infantil animadversión, la cual era
más bien generosa envidia».
En sus Ensayos sobre el casticismo (1895),
Miguel de Unamuno (ver)
(1864-1936), polemizando respetuosamente con Menéndez Pelayo, piensa que «la
verdadera tradición eterna» es la «intra-historia» «y no la tradición mentida
que se suele ir a buscar al pasado enterrado en libros y papeles y monumentos y
piedras» (Ensayos, I, 38).
Lo castizo –lo histórico– es sólo un caparazón asfixiante y efímero de lo
intrahistórico pervivente en lo popular vivo. Ahora bien, «la vida honda y
difusa de la intra-historia de un pueblo se marchita cuando las clases
históricas le encierran en sí, y se vigoriza para rejuvenecer, revivir y
refrescar al pueblo todo al contacto del ambiente exterior (Ensayos, I, págs. 137-138). De
ahí la consigna: «buscar la razón de ser del presente momento histórico, no en
el pasado, sino en el presente total intra-histórico» (I, pág. 48).
Para José Ortega y
Gasset (1883-1955) el factor
básico de la historia es lo social y que, dentro de ello, «la acción recíproca
entre masa y minoría selecta... es el hecho básico de toda sociedad y el agente
de su evolución hacia el bien como hacia el mal» (Obras Completas, III, 103). Las épocas de decadencia son
aquellas en que la minoría dirigente ha perdido sus cualidades, y la masa, en
lugar de sustituirla por otra más vigorosa, pretende eliminar el principio
mismo de la aristocracia (III, pág. 97). Así, por ejemplo, «la gran desdicha de
la historia española ha sido la carencia de minorías egregias y el imperio
imperturbado de las masas» (III, pág. 128). De ahí el título de su obra España Invertebrada(1921). En La Rebelión de las masas (1926),
aplicando estos mismos principios, diagnosticó una crisis social en la
situación presente del mundo occidental. «Lo característico del momento es que
el alma vulgar, sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho de la
vulgaridad y lo impone dondequiera» (IV, pág. 148). Es la rebelión del
hombre-masa, el hombre caracterizado por «la libre expansión de sus deseos
vitales», la «radical ingratitud hacia cuanto ha hecho posible la facilidad de
su existencia», la decisión de «no apelar de sí mismo a ninguna instancia
superior», el sentirse perfecto, el procedimiento de la violencia y de la
acción directa.
Aparte del sentido
que lleve y de las leyes que la rijan, ¿qué es la historia? He ahí la segunda
gran pregunta filosófica sobre ella. La historia –ha contestado Ortega y
Gasset, en Historia como sistema(1935)–
es «el sistema de las experiencias humanas que forman una cadena inexorable y
única» (O. C., VI, 43).
Efectivamente, «la vida humana es lo que es en cada momento en vista de un
pasado que en el presente perdura y peractúa» (VI, 391). Este teleológico obrar
«en vista del pasado», sumado en la convivencia social, y articulado en
sucesión de generaciones, constituye el sistema de la historia, únicamente
inteligible para una «razón histórica», es decir, una «razón narrativa».
Adentrándose en el campo de la antropología, el autor español. llega a afirmar
que «el hombre no tiene naturaleza, sino historia» (VI, 41). Esta temática ha
sido continuada por X. Zubiri (Naturaleza,
Historia, Dios), J. Marías (La
estructura social, El método histórico de las generaciones) y A. Antonio
Millán Puelles (Ontología de la
existencia histórica), con matices varios.
En su libro
póstumo La ciencia de la cultura (1964),
Eugenio D'Ors (ver)
(1882-1954), sistematizando sugerencias anteriores, sostiene que la historia no
puede ser entendida a menos que se traspase el plano de lo individual y
contingente y se la ordene desde el plano de la cultura con la constancia de
sus eones y la
universalidad de los «estilos». En medio de una atmósfera historicista, D'Ors
mantuvo siempre izada la bandera de lo sobretemporal y absoluto: la cultura (ver), manifestada en la historia a
través de cinco grandes «epifanías».
Por último, el tema
de la epistemología de la historia (de temprana incoación, entre nosotros, por
tratadistas de los siglos XVI y XVII, como Cabrera de Córdoba) ha sido abordado
recientemente, a nivel filosófico, por J. A. Maravall (Teoría del saber histórico, 1958), poniendo de relieve,
contra el positivismo, que el historiador no comprende «hechos sueltos», sino
«estructuras históricas donde el conjunto se nos ofrece como una totalidad
distinta de la yuxtaposición de sus datos», y haciendo notar cómo el saber
físico se ha aproximado últimamente a la modalidad del histórico.
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